lunes, 26 de julio de 2010

El mundo en el bolsillo de un niño (Episodio uno)


Un día mi padre, siendo niño, me dijo: (ya no recuerdo sus
palabras): escóndete en la casa, luego te buscaré. Sigo escondido, esperando.
Felipe García Quintero


No se por qué hace días las conversaciones, los eventos y diferentes situaciones en cualquier ciudad de Colombia me llevan a temas de la infancia. 

Creo haber leído hace muchos años en el pequeño y revelador libro Cartas a un joven poeta, de Rainer María Rilke, que si uno aspiraba a ser escritor y estuviera en una cárcel o postrado en una cama sin posibilidad alguna de conocer y disfrutar el mundo exterior, se debía recurrir a la infancia como un inagotable universo literario. Esa era la idea. 

Así que en las últimas ciudades me han hecho recordar la infancia y haciendo caso a Rilke ese luminoso poeta de Praga queiro contarles un poco de esos años infantiles en una ciudad intermedia como Manizales. Este es un viaje con los amigos de una generación que se divertían con las pequeñas cosas y hoy lo harán a través de la nostalgia.

Cuando era pequeño con mi escaso salario de estudiante (cinco pesos diarios) y muy pocos años -nueve o diez-, sin saber nada sobre mi futuro, me subía a unos buses rojos y azules que iban a barrios que yo desconocía en la pequeña y naciente Ciudad de las Puertas Abiertas. Lo hacía sólo por el placer de viajar, de conocer otros lugares, otras seres, otros aires.

Esas gentes eran las personas de los barrios populares seres normales, corrientes, simples. Yo no conocía el mundo y el mío eran los límites de esta Ciudad Amarilla que me ha visto crecer.


De los suburbios viajaba hasta barrios periféricos -recuerden tenía 10 años y era 1983-. Así que ir a La Sultana, un barrio que se había construido específicamente para policías debido a su cercanía con la Escuela de Carabineros Alejandro Gutiérrez, era ir al fin del mundo.
Sin un adulto que me acompañara me subía al bus (conocen el bus amarillo que conduce Otto Mann en la Escuela Primaria de Springfield en Los Simpson, es igual a los buses de los ochenta) que recorría la Avenida Santander atravesando media ciudad. Yo sentía que pasaba por una herida abierta en medio de Manizales y llegaba a ese barrio rodeado de montañas, riachuelos , detonaciones y disparos de fusil.

Sin conocer a nadie veía un nuevo mundo para el explorador que me habitaba. Con un pequeño morral en mi espalda, casi siempre contramarcado por el logo de La Industria Licorera de Caldas como obsequio en época escolar para los hijos de los empelados, que llenaba de revistas de comics, una cauchera hecha por mi abuelo Pablo con una ye indestructible de palo de guayaba, una navaja oxidada que le había robado a la abuela, chicles, chitos y una botella llena de moresco (para quienes no lo recuerdan era un líquido de color violeta fuerte que usaban nuestras madres para hacer una bebida refrescante en épocas de calor y el cual poseía el poder de teñir para siempre nuestras mejores camisetas), me bajaba en el llamado control, como sigue siendo conocido el sitio donde se estacionaban los buses y las busetas al final de la ruta, y me atrevía a divagar por esas calles largas, de casa nuevas y montañas cercanas. Aclaro de una vez el pasaje en buseta eran un poco más costoso y mis honorarios de estudiante no me alcanzaban para pasajes y provisiones cada sábado.

Ahí conocí el mejor juego de velocidad que practiqué en mi infancia: subirme en un pedazo de tabla de madera cubierta en uno de sus lados de cera o parafina para deslizarme por las calles empinadas de ese barrio que por un grado más no son paredes. Bajaba montado en ella a velocidades que hoy me darían miedo. La seguridad consistía en la protección de mi camiseta, de mis blue-jeans y de los tenis nort-star. El resultado: solo me rompía los jeans al intentar parar mi vehículo. Apropósito los recuerdan la marca lec-lee o karibú.

Después conocí otros barrios y otras gentes y otros juegos que empecé a practicar en el barrio donde crecí.. Pasé por orejas de burro al trote, me monté en la única patineta con manubrio que había en el barrio y que le alquilábamos a un señor que llamábamos el mister por el color de sus ojos. Maté dos o tres tórtolas con mi cauchera en los montes en que ahora está construida la Universidad de Manizales, en los ochenta la ecología no estaba de moda. 

Jugué Yeimi y ponché al tipo que me quería bajar la noviecita de esos años hasta dejarle marcadas (en la espalda y los brazos) las letras de la pelota vino tinto de caucho. Corrí a esconderme para poder ganar la famosa Guerra Libertadora. Fui el peor al jugar bate, nunca le atinaba a la bendita pelota cuando me la tiraban recta. Con la niña que me gustaba me atreví a jugar Lleva en carritos, que consistía en tomar de gancho a la pareja y correr como locos por estas faldas suicidas y supe perder esa conquista amorosa al reclamarle porque no corría rápido y siempre perdíamos. Supe mimetizarme para jugar escondidijo y nunca ser descubierto. 

Me atreví a robar besos de mujeres inalcanzables que ya quedaron en el olvido y soportar por eso la burla de mis amigos al no conseguir esos besos, recibí con dignidad las bofetadas de muchas de ellas y conocí los labios de papel de otras. Y que decir de la rayuela o golosa o semana que practicaba solo por burlarme de mis hermanas. No puedo dejar de nombrar el yoyo que practicaba mal y nunca pude ganarme el respeto de los muchachos con él. Jamás me salió el perrito caminador, ni el columpio, ni la torre. Era un desastre al intentar hacer la vuelta al mundo o el yoyo terminaba en mi espalda o le rompía la cara al más cercano. 

Y que decir del juego más simple e inofensivo de todos: la rueda. Recuerdan a muchos de nosotros con un pedazo de aro de caucho y un palito. Dábamos la vuelta al mundo que era nuestra cuadra. Más gamines no podíamos ser. Jugábamos Tin-tin Corre-corre bajando, casi rodando, por nuestras interminables faldas y despertando padres que dormían temprano, solteronas a las que nunca dejábamos en paz y abuelos que llamaban a la policía. 

Y la maldad favorita: en tiempo de chicharras las cogíamos, luego nos parábamos a la salida de la escuela y se las poníamos en las medias o en el pelo a las niñas. Esa era nuestra mayor perversidad. Eran otros tiempos, otras calles, otras gentes.

No se por qué hace días las conversaciones, los eventos y diferentes situaciones en cualquier ciudad de Colombia me llevan a temas de la infancia. Creo imaginar ese por qué. Cuando era pequeño, sin saber nada sobre mi futuro, me subía a unos buses rojos y azules y que iban a barrios que yo desconocía. Pero ahora empiezo a armar este rompecabezas y a saber que mi destino estaba escrito y no podía escapar de él. Viajero siempre, extranejro en otro barrio otra calle otra ciudad u otro país. 

Descubriendo con los años la literatura. La poesía debe estar hecha por todos decía Huidobro y hoy lo se. Acaso subir a Chipre con la barra de amigos, un poco sucios por el sudor, y sentarnos a ver caer la tarde y dejar pasar el cielo de rojo intenso a naranja furioso a apacible violeta y terminar en un hermoso gris no era asistir desde entonces a una exposición de pintura. Llevarle saludes a la niña que le gustaba al mejor amigo y dedicarle una canción del grupo mexicano Menudo no era el primer verso y el primer poema de amor que nos dictaba el corazón. 

Correr como locos para no dejarnos atrapar enganchados al brazo y al cuerpo de una niña no era asistir a un espectáculo de danza. Dramatizar al ser ponchados, al perder en el Yeimi o en al dejar pasar la pelota en el Bate no era crear nuestra primera obra de teatro…la poesía debe estar hecha por todos ahora lo sé.

Amigos el destino había jugado sus dados. Yo apenas estoy entendiendo el juego.

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