lunes, 8 de octubre de 2012

Niños del campo



Mi trabajo me lleva por hermosos lugares de Colombia. Trabajé, no hace mucho, en una vereda muy al Norte del departamento de Caldas. Los paisajes son bellísimos, verdes de todos los colores, aire fresco y viento y viento silbando a lo lejos, ese que tanto amó León Felipe también hay rostros de niños, limpios, iluminando la mañana que apenas despierta detrás de la neblina de un sitio desconocido por muchos caldenses.

Años atrás por aquí vagaba la muerte en busca de almas. Rondaba campesinos para sacarles los ojos, o cortarlos en pedazos. Y los niños de la vereda debían esquivarla, burlarla, distraerla para llegar vivos al salón de clase cada mañana. El camino que los conduce de sus fincas a la escuela era el corredor por donde Karina, exintegrante de las FARC, jugaba fútbol con las cabezas decapitadas de sus enemigos. Ellos, los niños del campo en Caldas,  nacieron bajo esa violencia absurda que nos cobija hace sesenta años. Y esa muerte que vagaba por los caminos del Norte de Caldas los dejó sin padres, madres, hermanos, tíos o amigos.

Invitado por al Escuela Normal Superior Claudina Múnera de Aguadas, tierra de pasillo e historia, llegué con la idea de desarrollar un taller para niños del campo.

Y acaso qué podía saber yo sobre los niños de los campos de la cordillera central colombiana. Nada, nada podía saber. Ellos pertenecen a la Escuela Nueva, otra forma de educar tan lejana a la que conozco en las ciudades. Menudo lío en el que estaba. Esta historia, intentará ser un breve homenaje a los niños del campo.

Para llegar a la vereda uno debe alejarse del casco urbano –que esta a cinco horas de Manizales un tiempo aproximado de dos horas. Entre Manizales y la vereda hay siete horas de camino. Así que para cubrir el horario de estudio hay que salir después de las cinco de la mañana desde Aguadas. Cruzar carreteras destapadas, sintiendo como el frío de la joven mañana congela los dedos, la nariz y molesta a los ojos que aún no acaban de despertarse.

Hay dos formas de viajar en el tradicional camión escalera o chiva y en los viejos y poderosos jeep Willys. Yo voy en la moto de un profe, que se ofrece a llevarme. Las chivas y los jeeps salen cerca de las 5 y 30 de la mañana. En la moto me doy el lujo de salir a las 6. Bañado, arreglado y con el morral listo (libros, talleres y computador) salgo a la puerta de el hotel a esperara a mi guía y piloto. Voy en camiseta y chaleco deportivo, jean y tenis. El profe llega con casco, chaqueta, guantes, bufanda pasamontañas y botas pantaneras. Pienso, el viaje debe ser largo y debe ser a la parte más alta del municipio. El profe me pregunta si siento miedo al montar en motocicleta. Le digo que no. Y empezamos el recorrido. No sin antes escuchar al profe decir, póngase el caso y veo que usted es guapo para el frío. En efecto la travesía es larga y el frío que se siente en una moto me deja doloridos los hueos. Una hora larga de viaje y llegamos. A una escuelita rural. Una sonrisa limpia como el campo nos recibe y detrás de ella esta la directora de la escuela, ahora transformada en colegio.

Los niños llegan sin uniforme, viene con chaquetas de colores, busos con gorro, guantes de mil colores (sucios y rotos), algunos con bufandas y todos ellos sin zapatillas ni tenis, llegan con botas pantaneras.

Su oficio de estudiante es un mero entretenimiento. Ellos son niños del campo que trabajan en la finca, cuidan los terneros, recogen los huevos, ordeñan antes de salir a  estudiar, encienden el fogón, van a la siembra o la cosecha y yo me pregunto solo tienen siete, diez, doce años ¿quién los protege cuando van a los potreros o se aferran a las empinadas montañas para recoger los frutos?

Toda una vida de trabajo y de repente un tipo extraño llega a hablarles de libros y autores cuando en sus casas no existe el papel y se alumbran con velas y se bañan con agua tirada. Escuchan de títulos y nombres ajenos a sus simples vidas donde los sueños son apostar a los gallos, criar caballos de raza, ganar en la mesa de juegos porque sus padres se olvidan así de los problemas.

Niños del campo, de rostros pobres, sucios y bellos. Niños que se levantan a las cuatro de la mañana asean sus cuerpos a medias, toman tragos y montan una bestia, como le dicen al caballo o a la yegua, y empiezan el largo camino de la escuela para salir a la carretera una hora después donde los recoge el carro contratado por la alcaldía y los lleva una hora más tarde a las aulas rurales donde son escuchados por los demás niños que llegan de veredas y fincas cercanas.

Sin fiesta ni regalos de cumpleaños, sin día del niño, sin día de brujos y sin navidad uno cree que la infancia no existe. Ellos solo tiene una oportunidad para ser niños: el día del campesino donde pueden jugar, visitar la plaza y ser felices por unas horas.

Quiero decirles que los libros son instrumentos mágicos, que un poema o un cuento los pueden alegrar y tal vez con su lectura consigan olvidar el llanto de tanta soledad en la cordillera.

Son niños del campo que raras veces juegan porque al regresar de la escuela el trabajo en la finca esta esperando por sus duras manos. Ellos no tendrán a Messi como ídolo ni Bart Simpson será el infante terrible de la televisión, nos conocen de realities, no hay tele en sus casas, solo el radio donde el padre escucha noticias. No hay luz tal vez los fósforos en la finca para encender la estufa o el fogón de leña y unas baterías para el transistor que ronronea en la cocina. Niños del campo a sus duras manitos les debemos los alimentos terrenales y las dulces flores. Yo no tengo más que libros e historias para ofrecer, yo no tengo más.

Llega la tarde y deben regresar envueltos en sus atavíos de la mañana. La travesía es la misma y en el cultivo los esperan los padres, los niños del campo trabajan al final de la jornada escolar. Regreso al hotel. Pienso en los maestros rurales, en los rostros infantiles del campo y me pregunto como crear bibliotecas que alimenten los sueños que la vida se niega a ofrecerles.

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