En los suburbios de
esta Ciudad Amarilla nací y crecí. Cuando apenas cumplía el primer año el
Frente Nacional se vino abajo. Y una década de nuevos movimientos culturales,
revolucionarios y políticos invadió el país del Sagrado Corazón. Esta tierra
inició un cambio de pueblo grande a ciudad.
Aquí vive la gente
que reconozco entre la multitud, quienes soportan esta lluvia eterna y el frío
que desciende de los nevados. En sus calles deambulan los muertos de un lejano
terremoto y de deslizamientos siniestros, las sombras de temerosos seres que
presienten la ceniza o el rugido del poderoso Kumanday como una señal del final
de los tiempos. Los forasteros nos ven como un pueblo grande, de gente arrogante,
conservadora y dicen que creemos ser más de lo que somos.
Yo crecí en los 80 en
las empinadas calles de la ciudad cuando hubo volcanes en erupción, toma del Palacio
de Justicia, carteles de la droga, triunfos de Lucho Herrera y Fabio Parra en
carreteras de España, Italia y Francia y en la radio de la cocina de mi madre se
escuchaba hablar de guerras entre Irán e Irak, de la caída del muro de Berlín, de
la primera reunión entre Reagan y Gorbachov.
Sí, crecí en una
ciudad intermedia, desconocida para el Continente Americano.