sábado, 26 de febrero de 2011

Un viaje con Archer


Interior noche. Apartamento de Juano.  Manizales.

La tarde del viernes se me iba esperando un amigo de Palestina, municipio cafetero de Caldas, con el cual trabajo en un proyecto literario.

Ese hombre es Sicio, así lo conocen todos, un personaje fuera de serie: poeta, declamador -aunque no lo crean aún existen estas criaturas que creía extintas-, ingeniero de sonido, director de la Casa de la Cultura de su municipio, bailarín, melómano, mujeriego, karateka, actor de teatro, músico, parrandero y buen ser humano. Luis Fernando Ramírez el inconfundible Sicio, llegó un poco tarde este viernes de enero que precede un nuevo viaje. 

A decir verdad, Luis llegó muy tarde. Eran ya las siete de la noche cuando arribó a mi apartamento y eso que me aseguró que llegaría a las cuatro. Debo ser justo y escribir que esta noche de viernes se nos fue en trabajo, en la elaboración verbal y en la escritura del borrador de un proyecto que debíamos trazar para la semana siguiente. Un viernes en la noche encerrado en mi apartamento y no precisamente con la bella mujer que me roba el sueño, sino con un amigo. Un viernes en la noche que se me iba en trabajo. Que lata de viernes, pensarán.

Luego de explicar su retraso, trabajamos hasta las 9 de la noche y nos detuvimos para cenar. Como todo hombre que vive solo recurrí a mis nuevos mejores amigos: el atún y la pasta. Preparé la comida. Siempre la fácil: pasta, salsa, ensalada Zenú de lata, pan, un poco de vino. La noche cambió.

Dejamos a un lado el trabajo. Abrí una botella de ron viejo de Caldas y cerré el portátil. Ahora estábamos enfrascados en una discusión tonta, si Besos usados, la canción que la española Mónica Molina interpretó en 2003 en su álbum De cal y Arena y que en Colombia conocimos en la voz de Andrés Cepeda, sonaba mejor en cantada por Marbell, quién dijo que Marbell canta…; luego llegó mi hermano George, otro medio músico, medio cantante, medio melómano y en cierta forma medio actor y la cosa se extendió. 


El ron iba y venía de la caja al vaso y de éste a la boca. Qué bien sabe el ron, qué bien huele. Tiempo después las doce de la noche llegaron puntuales y ahí les dije, después de haber leído versos de Vallejo y de Sabines, de hablar de la malograda política regional, del manto de corrupción que rodea Aeropalestina, de las mujeres que se fueron de nuestras vidas y por supuesto de Marbell, les dije: - muchachos, que pena con ustedes, pero salgo mañana para Bogotá; el escritor Adrián Pino, me recoge a las siete de la mañana. Así que hagan cuentas, tengo apenas unas horas para dormir, por lo tanto los voy despidiendo. Pero nada pasó.
Ya con una botella de ron en la cabeza todo les daba igual. Luis Fernando decidió dormir esa noche en mi apartamento, y George se animó y compró media botella de ron con la idea de terminar bien la noche.

Nada que hacer. Mi descanso antes de salir hacia Bogotá se había enredado. Menos mal en mi apartamento siempre hay una maleta preparada, no recuerdo ya si es porque acabo de llegar o porque debo partir, da igual. Entre brindis y brindis llegamos a las tres de la mañana. Y repasamos todos los temas, todas las canciones, todos los nombres de mujeres, todas las jugadas de fútbol, algunos nombres de burdeles y maldijimos a uno que otro hijue´puta y por supuesto recordamos a nuestros muertos hasta que nos venció el cansancio y se agotó el ron. Apenas y pude dormir, sin prepararme para mi viaje con Adrián.

Exterior día. Puerto de San Bartolomé de las Palmas de Honda. Tolima.

Después de un duchazo muy temprano en la mañana y de beber mi infaltable jugo de naranja me dispuse a esperar a mi amigo, sintiéndome como es de imaginar un poco agotado por la falta de sueño. El novelista Adrián Pino junto con el señor Lew Archer -un pasajero a quien no esperaba- me recogieron a las nueve de la mañana en Manizales, hacia calor, viajaban desde Pereira. Salimos, compramos Colombianas, dos botellas de agua, y aspirinas para el guayabo y nos enrutamos hacia Bogotá. Descender vertiginosamente desde el páramo de Letras hasta Mariquita -por ese carretera serpenteante- fue algo así como atravesar los círculos del Infierno de Dante

El sol derretía árboles y asfalto, los perros sedientos proyectaban su  sombra sobre las calles, las mujeres de faldas cortas anunciaban un calor abrasador. Con el sol en el centro de la tierra y la temperatura infernal del medio día, más los pitos de autos, voceadores de rutas, vendedores de mangos y refrescos y el caos del puente sobre el Río Grande de la Magdalena llegamos al Puerto de San Bartolomé de las Palmas de Honda en el departamento del Tolima.

Pasado el medio día, en este histórico puerto, mi guayabo había hecho mella en mí cuerpo. Pálido, con las ojeras más notorias y la boca reseca mi dolorida humanidad pedía un descanso. La parada técnica que me recompuso fue en Puerto Bogotá, al otro lado del Puente Navarro -creo así se llama-, donde decidimos almorzar. Adrián seguía fresco como una lechuga, Archer adusto y pensativo, ambos en cada oportunidad se burlaban de mi estado. 

El escritor Pino es un tipo serio… duerme bien, come bien, no fuma, es decir se cuida en la alimentación y evita el licor, sobre Archer no pudo decir mucho apenas y lo conozco. Yo, en cambio, duermo poco, bebo con mis amigos con alguna frecuencia y como todo tipo de comidas. El cigarro si lo evito. Así que ante sus bromas debía resignarme y pagar las consecuencias por  unas horas con los buenos amigos y, aclaro, la noche anterior quien menos bebió fui yo, en el tercer piso de los años ya no se aguanta tanto.

Instalados en un restaurante al lado de la carretera y con el puente y Río Magdalena de fondo pedimos, como es de suponer en cualquier puerto, caldo de pescado y pescado para el almuerzo, alguien rompió la tradición y pidió sobrebarriga asada, de bebidas Coca-Cola para Archer, un té helado para mi amigo Adrián y cerveza y Colombiana para un frío y refrescante refajo que me alivianará el guayabo.

Después de parar unos cincuenta minutos en Puerto Bogotá emprendimos de nuevo el camino, en mi interior sabía que el resto del viaje hacia la capital estaría mejor. Aún nos faltaba un largo trayecto de subidas y bajadas y nuevas subidas desde Guaduas hasta la gran sabana. Un trayecto que nos podría demorar cerca de tres horas. Sin contar la travesía llena de camiones de gran tonelaje que podía hacernos demorar dos horas más.

Subimos a Bogotá sin afán, gastando las palabras en charlas inútiles entre el escritor Pino y yo, el señor Archer intervenía muy poco, ni siquiera se bajo del auto cuando un taxi que se dirigía  hacia La Dorada, otro puerto sobre el Río Grande de la Magdalena en el Oriente de Caldas, nos estrelló. El lío lo tuvimos que resolver entre Adrián y yo. En fin con las mínimas calamidades de cualquier viaje de carretera llegamos a Bogotá por la ochenta, eran cerca de las seis de la tarde, ya no recuerdo. 

Esta historia continuará..


* Lectores, podrán encontrar otra versión de la historia en www.adrianpinovaron.blogspot.com  

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