Primera parte *
Foto Jorge Hurtado
Desde
hace unos años el centro de la ciudad que hizo las ferias en América es una
región dónde los vendedores de baratijas, de sexo y droga conviven con empresarios,
la Iglesia Católica, el sector bancario y las Administraciones Municipal y
Departamental, convirtiendo sus calles en un territorio donde todo es
posible.
Es agosto, el mes más
difícil para los vendedores en Manizales. Los vientos y los colores de las
cometas llegaron. Se ven colgadas en un almacén donde un delgadísimo joven, de
escasos diecinueve años y una voz impostada -que trata de imitar a un locutor
de emisora tropical-, grita todo a cinco mil, todo a cinco mil, venga dama,
caballero y pase encontrará ropa, juguetes, utensilios de cocina… ¡paseee!. Bajo
la voz de un voceador de esquina empieza el centro de Manizales en la Carrera veintitrés
con Calle dieciocho Son apenas las nueve y treinta de una mañana fría que
presagia lluvias. El recorrido me llevará a atravesar el centro histórico de la
ciudad que a los ojos de los entendidos, historiadores y sociólogos, se está
apagando como un viejo imperio.
No hace mucho, apenas medio
siglo, el Centro de la ciudad era una calle real revestida de prestigio, en sus
casas republicanas habitaban las familias de los altos apellidos fundacionales,
las de exitosos comerciantes, los gobernantes de turno. Por sus esquinas
asomaban los prohombres de la ciudad y departían en clubes y restaurantes
hechos a su medida. Hoy esto es un grato recuerdo que se envejece en los
álbumes de las abuelas. La ciudad administrativa, comerciante, judicial y
bancaria se empieza a trasladar hacia el suroriente y estas céntricas calles se
convierten poco a poco en rutas del comercio informal, en el camino de cientos
de desempleados que buscan su oportunidad, en lugares de encuentro para
traficar con sexo y drogas.
Desciendo al pleno centro,
que para los manizaleños está comprendido entre la Plaza de Bolívar, la
Catedral Basílica y la Gobernación de Caldas, el recorrido me lleva a
encontrarme con “F”, un viejo vendedor en la Carrera veintitrés. Es lunes, un
día de colegio y trabajo normal en la ciudad, un día que para “F” no pinta
bien. Si hay lluvia no hay gente y sin gente no hay plata para pasar las
necesidades que acosan su vida de rebusque, del afán diario.
Sobre los andenes de las
primeras cuadras del centro encuentro verduras, frutas, cachorros, zapatos (imitaciones
de Nike, Converse o Adidas), navajas, linternas, un Kamasutra popular y
camisetas de la selección Colombia. Los vendedores de la mercancía que cubre
las primeras calles del Centro son hombres mayores y mujeres recias, con pieles
manchadas por el sol de tierra fría. Sus voces suenan gastadas pero “hay que
bajar bandera como sea”, se dicen de un andén al otro y cómo el muchacho
flaquísimo -tipo faquir- de calles atrás, ellos impostan sus voces y gritan
todo tipo de pregones. Sus rostros y su mercancía barata reflejan lo que
representa el centro histórico de Manizales: el olvido, el deterioro físico, la
desesperanza. Estas escenas se repetirán a lo largo de mi caminata.
Minutos después estoy en la
esquina dónde “F” me dijo que nos encontraríamos, la gente pasa a prisa, madres
con niños recién bañados, impulsadoras de supermercado, camajanes que van a
buscar su parte del día en cualquier cafetín, empleados de almacenes, algún
estudiante fugado de clase, apostadores compulsivos que van a hacer fila frente
al Local de Juego o Casino -como anuncian pomposamente sus letreros iluminados-
dónde dejaron la noche anterior sus sueños y su dinero, un sacerdote que se
dirige a una de las veinticinco iglesias que rodean el centro.
El frío de la ciudad se
siente más cuando dejas de caminar, y dejé de hacerlo hace diez minutos. El
mismo tiempo que llevo esperando a mi amigo. La ciudad se despereza y unos
nuevos personajes deambulan el centro, los mal llamados “desechables” (ahora
les dicen ridículamente “habitantes de calle”) llevan olor a perro mojado,
rostros desesperados, que anuncian que van a saltar sobre alguien, los acosa el
hambre y la ansiedad. Todos: impulsadoras, camajanes, empleados, estudiantes,
apostadores, sacerdote y yo nos ponemos “moscas”, recordando esos versos de la
canción que dice: “hay que andar moscas por donde sea”. Toda esta escena me
hace comprender porque la ciudad se empieza a trasladar hacia la zona del
Cable.
Continuará...
*Crónica publicada en la Revista Semana.
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