Mi trabajo me lleva por
hermosos lugares de Colombia. Trabajé, no hace mucho, en una vereda muy al
Norte del departamento de Caldas. Los paisajes son bellísimos, verdes de todos
los colores, aire fresco y viento y viento silbando a lo lejos, ese que tanto
amó León Felipe también hay rostros de niños, limpios, iluminando la mañana que
apenas despierta detrás de la neblina de un sitio desconocido por muchos
caldenses.
Años atrás por aquí vagaba
la muerte en busca de almas. Rondaba campesinos para sacarles los ojos, o
cortarlos en pedazos. Y los niños de la vereda debían esquivarla, burlarla,
distraerla para llegar vivos al salón de clase cada mañana. El camino que los
conduce de sus fincas a la escuela era el corredor por donde Karina,
exintegrante de las FARC, jugaba fútbol con las cabezas decapitadas de sus
enemigos. Ellos, los niños del campo en Caldas,
nacieron bajo esa violencia absurda que nos cobija hace sesenta años. Y
esa muerte que vagaba por los caminos del Norte de Caldas los dejó sin padres,
madres, hermanos, tíos o amigos.
Invitado por al Escuela
Normal Superior Claudina Múnera de Aguadas, tierra de pasillo e historia,
llegué con la idea de desarrollar un taller para niños del campo.
Y acaso qué podía saber yo
sobre los niños de los campos de la cordillera central colombiana. Nada, nada
podía saber. Ellos pertenecen a la Escuela Nueva, otra forma de educar tan
lejana a la que conozco en las ciudades. Menudo lío en el que estaba. Esta
historia, intentará ser un breve homenaje a los niños del campo.
Para llegar a la vereda uno
debe alejarse del casco urbano –que esta a cinco horas de Manizales un tiempo
aproximado de dos horas. Entre Manizales y la vereda hay siete horas de camino.
Así que para cubrir el horario de estudio hay que salir después de las cinco de
la mañana desde Aguadas. Cruzar carreteras destapadas, sintiendo como el frío
de la joven mañana congela los dedos, la nariz y molesta a los ojos que aún no
acaban de despertarse.
Hay dos formas de viajar en
el tradicional camión escalera o chiva y en los viejos y poderosos jeep Willys.
Yo voy en la moto de un profe, que se ofrece a llevarme. Las chivas y los jeeps
salen cerca de las 5 y 30 de la mañana. En la moto me doy el lujo de salir a
las 6. Bañado, arreglado y con el morral listo (libros, talleres y computador)
salgo a la puerta de el hotel a esperara a mi guía y piloto. Voy en camiseta y
chaleco deportivo, jean y tenis. El profe llega con casco, chaqueta, guantes,
bufanda pasamontañas y botas pantaneras. Pienso, el viaje debe ser largo y debe
ser a la parte más alta del municipio. El profe me pregunta si siento miedo al
montar en motocicleta. Le digo que no. Y empezamos el recorrido. No sin antes
escuchar al profe decir, póngase el caso y veo que usted es guapo para el frío.
En efecto la travesía es larga y el frío que se siente en una moto me deja
doloridos los hueos. Una hora larga de viaje y llegamos. A una escuelita rural.
Una sonrisa limpia como el campo nos recibe y detrás de ella esta la directora
de la escuela, ahora transformada en colegio.
Los niños llegan sin
uniforme, viene con chaquetas de colores, busos con gorro, guantes de mil
colores (sucios y rotos), algunos con bufandas y todos ellos sin zapatillas ni
tenis, llegan con botas pantaneras.
Su oficio de estudiante es
un mero entretenimiento. Ellos son niños del campo que trabajan en la finca,
cuidan los terneros, recogen los huevos, ordeñan antes de salir a estudiar, encienden el fogón, van a la
siembra o la cosecha y yo me pregunto solo tienen siete, diez, doce años ¿quién
los protege cuando van a los potreros o se aferran a las empinadas montañas
para recoger los frutos?
Toda una vida de trabajo y
de repente un tipo extraño llega a hablarles de libros y autores cuando en sus
casas no existe el papel y se alumbran con velas y se bañan con agua tirada.
Escuchan de títulos y nombres ajenos a sus simples vidas donde los sueños son
apostar a los gallos, criar caballos de raza, ganar en la mesa de juegos porque
sus padres se olvidan así de los problemas.
Niños del campo, de rostros
pobres, sucios y bellos. Niños que se levantan a las cuatro de la mañana asean
sus cuerpos a medias, toman tragos y montan una bestia, como le dicen al
caballo o a la yegua, y empiezan el largo camino de la escuela para salir a la
carretera una hora después donde los recoge el carro contratado por la alcaldía
y los lleva una hora más tarde a las aulas rurales donde son escuchados por los
demás niños que llegan de veredas y fincas cercanas.
Sin fiesta ni regalos de
cumpleaños, sin día del niño, sin día de brujos y sin navidad uno cree que la
infancia no existe. Ellos solo tiene una oportunidad para ser niños: el día del
campesino donde pueden jugar, visitar la plaza y ser felices por unas horas.
Quiero decirles que los
libros son instrumentos mágicos, que un poema o un cuento los pueden alegrar y
tal vez con su lectura consigan olvidar el llanto de tanta soledad en la
cordillera.
Son niños del campo que
raras veces juegan porque al regresar de la escuela el trabajo en la finca esta
esperando por sus duras manos. Ellos no tendrán a Messi como ídolo ni Bart
Simpson será el infante terrible de la televisión, nos conocen de realities, no
hay tele en sus casas, solo el radio donde el padre escucha noticias. No hay
luz tal vez los fósforos en la finca para encender la estufa o el fogón de leña
y unas baterías para el transistor que ronronea en la cocina. Niños del campo a
sus duras manitos les debemos los alimentos terrenales y las dulces flores. Yo
no tengo más que libros e historias para ofrecer, yo no tengo más.
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