Son las ocho de la mañana de
un lunes soleado en junio. Manizales está despejada y la ropa de verano de sus
habitantes empieza a verse después de un invierno atroz que devastó el país y
afectó la ciudad. El color de la ropa, las gafas de sol, la piel al descubierto
anuncian una tregua de agua. Yo camino sin prisa, con mis gafas de sol, mi ipod
donde suena música de Bunbury, llevo en la espalda mi morral. Disfruto la
mañana.
Mi rumbo es el Auditorio
Central de la Universidad Nacional, sede Manizales. Mi cita es extraña,
asistiré por espacio de cinco días a un Jazz Camp. Nada más raro en mi mundo
literario que un campamento musical. De niño acampé en lugares salvajes como el
Silencio, un lugar a dos o tres kilómetros en el Occidente del corregimiento de
Arauca, en el Sur del Departamento de Caldas. Era la selva virgen para un niño
de doce años, esa sería la edad en que empecé a alejarme de mi casa para
asistir a los campamentos de la tropa a la que pertenecía.
Luego conocí La
Carrilera, El Kilómetro 41, Peñas, El Salto del Cacique, Tareas, El Águila, La
Esmeralda y un sinnúmero de sitios propios para acampar en vacaciones de Semana
Santa o de mitad de año.
Eran tiempos difíciles para
campistas, las carpas eran rústicas como nuestros utensilios de cocina o
nuestras varas de pescar -hechas artesanalmente de bambú, nylon y anzuelos. El
líder indiscutible era mi hermano de vida Pacho. En aquellos felices años
ochenta nunca hubiera podido imaginar que existiría un campamento donde en vez
de sobrevivir con lo necesario al lado de un caudaloso río, se asistiera para
hablar de música.
Pero si es de jazz debe
valer la pena, pienso, mientras subo las escalinatas que me conducen al
auditorio. En mi morral traigo simples herramientas de escritor mi HP, lápiz,
papel y cámara fotográfica.
Al llegar el auditorio me
parece más bonito que siempre. Lo adecuan para una semana dedicada al Jazz. La
primera sorpresa me la llevo al encontrar cerca de cuarenta muchachos ya
instalados en el auditorio. Parecen en su primer día de clase. Andan nerviosos,
algunos dejan ver su ansiedad y otros se esconden lo mejor que pueden entre las
múltiples sillas del auditorio.
De entrada saludo a Julián,
un politólogo y estudiante del Centro Colombo Americano de Manizales (entidad
encargada de liderar el Jazz Camp). Julián es el encargado del campamento B,
donde me encuentro esta mañana. Es un tipo despierto, inquieto y previsivo.
Tiene contralada la situación, como podrán imaginar estar rodeado de cuarenta
muchachos no es una situación fácil. Él se entiende bien con los asistentes,
que son niños y niñas entre los trece y diecisiete años. Todos son músicos en
formación, son pilos, y están ávidos de aprendizaje.
Averiguo por el líder del
taller. Aún no llega. Mientras llega el tema de conversación es la Segunda
Temporada Internacional de Jazz y del Jazz Camp. El tiempo empieza a correr y
pronto pasa una hora. Llevamos ese tiempo de retraso y el director del taller
no aparece. Hay preguntas, silbidos y más preguntas. La tarea desenterrar al
tipo para que inicie de una vez con el taller. Mi primera hipótesis, como es
músico el hombre debe andar con resaca. El tiempo corre y empiezan las llamadas
por celular -que hace desesperadamente Julián- en busca de auxilio. Las
respuestas son simples: los músicos de la Uno Jazz Ambassadors de la
Universidad de New Orleans (Estados Unidos), están alojados en el Reciento del
Pensamiento Jaime Restrepo Mejía (en la zona industrial de la ciudad) y se
encuentran instalando el Jazz Camp A, llegarán en minutos. Los muchachos no se
calman y yo también, me sentí rodeado de animales a punto de saltar sobre
Julián y sobre mí.
Ya relajados, empiezan a
trabar amistad entre ellos. Hacen parte de colegios de la ciudad, de bandas
estudiantiles, de orquestas universitarias y del Programa Batuta de Manizales.
Julián Andrés García Cortés,
el facilitador de este Jazz Camp B, sabe cómo tratar a los jóvenes y mientras
pasa el tiempo los hace llenar formularios, encuestas, reglamentos necesarios
para el buen funcionamiento del taller. A esta altura los muchachos has dejado
ver sus instrumentos, lo desempacaron para hacer lo que les gusta: tocar.
Inmediatamente el ambiente cambia. Hay sonidos de vientos, de teclados, de
cuerdas en el auditorio.
A pasado una hora y veinte
minutos y desde el escenario observo a mi amiga Clara López de Estrada
(Directora del Colombo Americano en Manizales), a Lina María Sánchez
(Coordinadora Cultural) descender hacia nosotros en compañía de un hombre alto,
fornido y con pinta de basquetbolista. Ese hombre es Allan Dejan Jr.
Saxofonista, y quien será el encargado de orientar el taller.
Basta con su carta de
presentación para saber que todo saldrá bien, que la hora y veinte minutos de
retraso valió la pena. Llega invadido por la música y lo que quiere es enseñar,
esa es su otra pasión: educar en la música. Viajó desde Nueva Orleans para decirles
a estos cuarenta jóvenes que la música es un lenguaje universal, que no
necesitarán idiomas, gramáticas, pronunciaciones o traductores. Ellos, como
músicos, entenderán su lenguaje.
Cinco minutos más tarde
Allan Dejan Jr. está en el centro del escenario rodeado por los cuarenta, que
me recuerda a Ali Baba y los cuarenta ladrones, son jóvenes manizaleños que
siguen sus indicaciones.
La teoría y la práctica se mezclan. Allan les enseña
sobre la historia del Jazz y del Blues, acompaña sus cuentos con la interpretación
de su saxofón y aprovecha para que estos muchos interpreten ritmos de jazz.
Allan Dejan Jr., el director
del taller, es uno más entre los muchachos de Manizales que asisten al
campamento para ampliar y complementar sus conocimientos musicales. Disfruta
con pasión la música y sabe transmitirla. Hay química entre él y sus alumnos y
cada interpretación nos muestra que el taller va muy bien.
Yo que nunca he tocado un
instrumento y muero de envidia cuando veo a mi hermano George tocar su bajo o
su guitarra, pero que no puedo comprender la vida sin la presencia de la música
siento que la vida me permita al hacerme partícipe de esta mañana musical y de
los días que se me avecinan.
Ya lo saben me entiendo con el lenguaje de las
palabras pero evidencio esa comunicación entre el director y sus pupilos y se
que igual pasa entre mis alumnos y yo en los Talleres que sobre creación
literaria dirijo. Dejo de pensar pendejas y me concentro. Estoy sentado,
agradeciendo a la vida por poder asistir a un Jazz Camp y escribir sobre él. La
mañana se me va como el agua entre los dedos. Es hora de buscar comida me dice
mi estómago y lo confirma Julián al cerrar el primer día del campamento
Dejo el auditorio y la buena
música que nos trajo desde Nueva Orleans Allan. Son casi las doce y treinta del
medio día. Salgo a la calle, está llena sol, universitarios y oficinistas. Mi
estado de ánimo es otro, vengo de un concierto improvisado por Allan Dejan Jr.
y su cuarenta alumnos y creo que nada malo puede pasarme. Mañana asistiré al
Jazz Camp A y tendré otra historia para contar. Un campamento de Jazz vale la
pena no hay duda pero extrañaré siempre los campamentos al lado de una
fogata, un río y un guadual.
Foto: Guillermo Sarmiento.
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