Nos acostumbramos al fuego.
Cada amanecer un pequeño estallido encendía la llama que calentaba el
dormitorio durante el día. En las noches, debo decirlo, las brasas mantenían el
ambiente tibio. Esa chispa inicial sobre el carbón emprendía toda una aventura.
Padre inició sus
conocimientos con el abuelo, la historia anterior nunca la supe, pero Padre
pudo dominar el fuego a su antojo desde siempre. Cerca de las cuatro de la
mañana preparaba el fogón, disponía los tizones en forma circular, para
cubrirlos -después- con un poco de esperma o de aceite, luego encendía una
mecha que poco a poco daba fuerza al carbón que enrojecía hasta arden.
Madre, laboriosa, había
preparado con anterioridad el maíz. Él, en el silencio delicado del parpadeo,
lo amasaba con alegría e iba dándole forma de disco. Mientras el fogón tomaba
su temperatura ideal Padre organizaba sobre la parrilla uno tras otro sus
discos blancos. Minutos después, en el frío de las madrugadas de esta Ciudad
Amarilla, Él y su fogón asaltaban las calles y, con el olor a maíz tostado, anunciaban
a los pocos transeúntes y a los muchos niños que dirigían sus pasos a la
escuela que las arepas estaban listas. Las vendía con mantequilla, con queso
rallado y hasta con miel. A mitad de la mañana Padre había terminado la primera
jornada y nosotros nos preparábamos para ir a la escuela.
Cuando la noche anunciaba
oscuridad, el ritual se repetía y Padre y su fogón asaltaban de nuevo las
pequeñas calles de mi infancia. Nunca lo vi hacer otra cosa. Hace nueve años
murió. Hoy tengo la edad del otoño y veo en los frigoríficos del “Super”
paquetes de discos blancos, que distribuye una multinacional y que seguramente
producen en serie en Medellín o en Manizales. La vida cambia, la memoria no.
Me gusta mucho ese poema, es muy bello.Besos
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