miércoles, 25 de julio de 2012

Manizales Una ciudad que se apaga como un viejo imperio



En los suburbios de esta Ciudad Amarilla nací y crecí. Cuando apenas cumplía el primer año el Frente Nacional se vino abajo. Y una década de nuevos movimientos culturales, revolucionarios y políticos invadió el país del Sagrado Corazón. Esta tierra inició un cambio de pueblo grande a ciudad.

Aquí vive la gente que reconozco entre la multitud, quienes soportan esta lluvia eterna y el frío que desciende de los nevados. En sus calles deambulan los muertos de un lejano terremoto y de deslizamientos siniestros, las sombras de temerosos seres que presienten la ceniza o el rugido del poderoso Kumanday como una señal del final de los tiempos. Los forasteros nos ven como un pueblo grande, de gente arrogante, conservadora y dicen que creemos ser más de lo que somos.

Yo crecí en los 80 en las empinadas calles de la ciudad cuando hubo volcanes en erupción, toma del Palacio de Justicia, carteles de la droga, triunfos de Lucho Herrera y Fabio Parra en carreteras de España, Italia y Francia y en la radio de la cocina de mi madre se escuchaba hablar de guerras entre Irán e Irak, de la caída del muro de Berlín, de la primera reunión entre Reagan y Gorbachov.

Sí, crecí en una ciudad intermedia, desconocida para el Continente Americano.



Yo subía de estatura en una década de extremos y contrastes: Michael Jackson estrenaba Thriller, Gabo ganaba el Nobel de Literatura, el transbordador Challenger estallaba y Chernóbil dejaba una estela de muerte a su paso. En esos años muere Bob Marley y asesinan a Luis Carlos Galán, Indiana Jones se vuelve ícono y Blade Runner un clásico, y Maradona es coronado rey en México tras ganar la Copa del Mundo en 1986. Bajo contrastes en esa década la felicidad llegaba a mi lado.

Sin embargo, en ninguna ciudad de verdad, como Buenos Aires o digamos Bogotá, los vecinos -ajenos y extraños- te brindan un breve saludo mañanero apenas cruzas el umbral. Aquí sí, basta que asomes la cabeza recién bañada y camines a tu trabajo para que señoras, panaderos, vigilantes, vendedores de fruta y porteros se preocupen por dejarte saber que están allí. Pero no todo es tan rosa bajo el cielo de esta ciudad con ínfulas de provincia española.

Manizales es una ciudad femenina. Uno puede recorrer sus bares y el humo negro de los cigarrillos inundará los pulmones. Siempre el silbido de una sirena rompe la quietud de la noche. La ciudad llora y nadie hace nada para detener su llanto. Dolorida cierra los ojos. Al amanecer abre sus calles y el mañana ya no seduce a sus habitantes.

Esta ciudad, enclavada en la arista de una rica montaña en un país del tercer mundo se llena de pretensiosos, de falsos artistas, de bufones que en sus tristes gritos no tienen nada que decir y la envidia, ese duendecillo de inconformidad, se apodera de sus almas al ver que otro pude cruzar la puerta de salida hacia Bogotá, Medellín o Cali; las verdaderas ciudades de Colombia. Nadie imagina que pasa en sus amargas vidas cuando alguien logra atravesar el charco o puede subir y bajar a los extremos del Continente americano. En triste contraste a sus verdaderos artistas, a sus pensadores más sobresalientes la ciudad poco o nada les ofrece.
  



Pero en ella habitan mis amigos, los seres queridos, la mujer que me acompaña, los niños que llenan los días de color y en ella escribo estas historias que me brindan sus calles donde se cruzan nuestras miradas, nuestros cuerpos que chocan en las apretadas vías del centro, en las cuales los aromas del día se mezclan entre el orín y el pachuli de los pasajeros de la noche.

Debo decir que una alpargatocracia decadente la dirige, son el poder tras el poder, una rancia aristocracia la viene deshojando, una traída no se sabe de dónde. Sí, es verdad, somos los descendientes de arrieros venidos de Abejorral, Sonsón y Medellín. Hay que aceptarlo. Entonces ¿por qué nos creemos de sangre europea?. Es la pegunta más importante en el siglo XXI para los manizaleños. No nos asumimos como somos y por eso, por no reconocernos por lo que tenemos, nos dejamos gobernar por un puñado de emperadorcitos que mueven los hilos socioculturales y administrativos de la pequeña ciudad que habitamos. Ellos manejan la capital a su antojo.

He sido feliz en sus calles, en las calles rotas de mi infancia en los suburbios de un barrio ya inexistente. Bajo la sombra de sus árboles de Yarumo amé. Sepulté, en su tierra sagrada, mis primeros muertos. Lloré de rabia en un noviembre. Refugiado en sus parques viví mi vida de estudiante. Aquí están los míos y ellos soportan el peso de mis recuerdos, los del fútbol callejero y los conciertos de salsa y el rock en los 90. Los tragos largos en los bares Kien, La Casona, El Muro, Bar Simpson y Juan Sebastián Bar donde trabé amistad con mentes brillantes y atravesé la noche; bares desaparecidos como los viejos cinemas Kumanday, Colombia y Cid, a donde llegaba de la mano de Padre para ver películas inigualables. En sus calles divisé para mi futuro el primer asomo de las letras, y sufrí las primeras derrotas que me hicieron fuerte para las victorias.




Veo crecer la ciudad, nuevas avenidas, nuevos edificios, nuevos centros comerciales, nuevos cinemas, nuevo estadio, cable aéreo, Cosmobus y muchos bares ruidosos donde ya es imposible conversar. De la mano del concreto, decían, llegaría el progreso.

Pero crecimos en obras de cemento y metal pagando el caro precio de lo social. Robos, corrupción, asesinatos, prostitución, drogas y alcohol aumentaron tan proporcionalmente como disminuyeron los eventos culturales de la ciudad. Nada de Festival de Jazz, ni de piano, ni Jornadas Juveniles, ni Niñas y Niños al Sol, tampoco Festivales de Poesía o Ferias del Libro, en estado crítico se encuentra el Internacional de Teatro, qué decir de los concursos literarios o los encuentros y las capacitaciones para los artistas.

Somos una ciudad resplandeciente que hoy se apaga como un imperio viejo.

Qué le vamos a hacer. Aguantarnos, mano. A ver si algún día mis dedos tocan los tuyos. Ven, déjate caer conmigo en la cicatriz lunar de nuestra ciudad, dice Carlos Fuentes en su bella novela La región más transparente. Es posible, hermano, que volvamos a tocarnos. Pero ahora somos extranjeros, hemos huido a otras ciudades que nos albergan o nos protegen. Somos forasteros en nuestro suelo y evitamos mirarnos, sentirnos, evitamos compartir la mesa, la silla del bus, la sombra del árbol.




Soy culpable, y también todos los hombres de mi generación que habitan otras urbes luminosas y lo son las generaciones anteriores que se fueron y dejaron, como nosotros, la ciudad en las manos equivocadas. Y culpables quienes se han quedado acallados por miedo.
Los dioses nos culpan por haber abandonado a Manizales, cuando soportó las sequías, ah, la paradoja: ¡La ciudad del agua… sin agua!. Por falta de previsión, de ganas de hacer las cosas bien. Y yo no estuve para cargar el balde de agua con que mi madre preparaba sus alimentos, ni el agua turbia que podía calmar la sed de los niños que amo. Sí, somos culpables por el silencio ante la falta de gas domiciliario para cocinar los sueños cada mañana. Y nuestra indiferencia ante la tragedia de Cervantes, ese barrio legendario que se hundió bajo lodo y lágrimas, nos hará arder en el quinto círculo del infierno. O la indolencia por los desplazados de la comuna San José. Los dioses nos culpan y por eso ceniza y azufre cubren nuestras calles y casas.

Será posible llenar de luz a Manizales. Darle de nuevo un hálito para el futuro. Podremos regresar y nos aceptará otra vez en sus calles inclinadas. ¿Es tiempo del retorno?. Haznos saber que no es tarde ciudad amada, di que podemos brindarte el conocimiento acumulado en los viajes, en las horas de exilio y de sopor. Hay gente capaz, líderes nuevos con otra visión. Acepta tu diáspora Manizales que hoy quiere contribuir al cambio. Porque quiero decir como Carlos Fuentes: Aquí nos tocó. Qué le vamos a hacer. En la región más transparente del aire. Y seguro todo puede ser mejor en ésta región.

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